domingo, 20 de enero de 2008

DE LA REALIDAD A LA FICCION


La historia de Negocio Redondo es una anécdota que me contó un amigo que ya se fue. Yo había comenzado a trabajar en documentales en 1987 y quería encon­trar una historia de ficción para dirigir. Así que cuando en una noche de copas Edgardo Bousquet me confidencíó que le había ocurrido este cuento, descubrí que me enfrentaba a la primera historia de ficción que podía contar. Sentí que detrás de su simpleza existía una gran dosis de verdad y una gran metáfora.
Me tomó siete años realizar esta película hasta conseguir el financiamiento —que no fue mucho—, y, finalmente, cuando me vi enfrentado a la realización, me sentí bastante inseguro ya que en el medio se suele decir que es muy difícil pa­sar de los documentales a la ficción.
La realización de Negocio redondo no sólo fue dirigir mi primer filme, fue más bien un aprendizaje humano y artístico que me reveló que los documentales te preparan muy bien para la ficción.
Primero, te enseñan a trabajar en equipos pequeños y desarrollar un trato más personal con tus compañeros de trabajo. Al ser pocos los técnicos, y cumplir múl­tiples funciones, logras aprender el oficio de manera global. La condición del do­cumental te obliga a cierta flexibilidad frente a los imprevistos —que no son po­cos—, y, finalmente, cultivas una relación con el oficio más real y sin tanto glamour.
A los pocos días de rodaje observé que la gente del género ficción está prepa­rada para transformarte en un verdadero holgazán como director: no te dejan ha­cer nada, ni siquiera puedes acarrear un cable y, cuando lo intentas, te lo quitan como si cometieras un delito. Muchas veces me sentí como un inútil mientras to­dos trabajaban. Claro está que algo de razón existe en esta actitud: hay especializaciones y, en su lado positivo, da tiempo para concentrarse con los actores y trabajar la puesta en escena. Afortunadamente había trabajado ya con los acto­res principales... así que tuve tiempo para hacer otras cosas.
Sería bueno también decir algo sobre el trabajo con los actores y algunos téc­nicos. Antes de partir, muchos colegas me aconsejaron sobre el trabajo de direc­ción de actores, que en la práctica no conocía. Descubrí que sólo me bastaba con mi memoria emotiva, recordar los personajes que había filmado en mis documen­tales para darle la información a los actores. Creo que resultó muy bien.
Con maquillaje, vestuario y arte también operé de la misma forma: observamos en la locación cómo eran los lugareños, cómo se vestían y cómo adornaban sus casas. Así descubrimos y reafirmamos lo que queríamos expresar.
Y aquí valga una anécdota para ejemplificarlo: la ocasión en que Otilio Castro, uno de los actores de las últimas secuencias —El paraíso perdido—, se maquilló y se vistió para su papel y salió a deambular por la locación en espera de su en­trada al set. El productor Manuel Hübner, que conversaba con el primer asistente Bruno Betatti, vio venir a este personaje y le dijo a Betatti: "te apuesto que ese señor viene a preguntar algo sobre la película". Grande sería su sorpresa cuan­do le contaron que era un actor traído desde Santiago.
Cuando un actor es confundido con un lugareño uno descubre que está transi­tando por un buen camino y que no está tan alejado del género que te ha ense­ñado todo lo que sabes.

 
Revista The End 2001


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